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Mascarillas para la intoxicación informativa

Las redes sociales han supuesto sin duda un importante avance global en la distribución y alcance de la información, además de haberse convertido en un poderoso modificador de nuestros hábitos sociales: compramos por internet, buscamos pareja, vemos películas y conciertos, nos video-comunicamos con familiares y amigos, aprendemos y confiamos a internet nuestra memoria, no en vano, se habla de Google como el tercer hemisferio cerebral. Tenemos nuestros recuerdos en Google Fotos, nuestra agenda en Google Calendar, la lista de los reyes visigodos que no aprendimos a reglazos en la escuela a un clic de distancia; podemos saber dónde nace, pasa y desemboca cada uno los ríos de España y de cualquier parte del mundo, incluso conocerlos a vista de pájaro, en alta resolución, y en tres dimensiones panorámicas; podemos saber los síntomas de cualquier enfermedad y su gravedad, la distancia hasta la estrella Alpha Centauri y la velocidad de la luz, aunque no nos acordemos o nunca lo hubiéramos sabido.

En todo esto, que debería servir para establecer una sociedad global instruida, actualizada, resolutiva y culta, se esconde un matiz disonante; cualquier persona puede proporcionar al cerebro colectivo contenidos falsos, exagerados, tergiversados o malintencionados sin que nada ni nadie ejerza un control de calidad sobre ellos; escritos que pasarán inadvertidos entre la multitud. Hay mucha (demasiada) información con aspecto de verdad, aunque quizá sin mala intención, que defiende y explica el terraplanismo, la homeopatía, el tarot y la astrología y a la vez personas que se convierten en seguidores y defensores a ultranza de estas ideas. Mucha gente no tiene la capacidad analítica y crítica suficiente para filtrar la información que reciben, o quizá adolecen de un exceso de confianza.

Por otra parte, están los tituleros: que son vagopensantes que sacan conclusiones sociopolíticas con tan solo los titulares de las redes sociales, son personas que nada más leen las letras grandes y los memes y con eso definen y viven en un modelo de sociedad distorsionada.

A sabiendas de esta anomalía conductual, algunos (demasiado también) ladinos taimados con pocos escrúpulos y ninguna conciencia humana, inciden sobre estos tituleros con falsas proclamas de apariencia creíble, retorcidos lemas o directamente mentiras que saben que nunca verificarán y que sin embargo servirán para radicalizar posturas, fomentar el odio, crear parcialidad, atizar el aislamiento nacionalista y ganar partidarios, porque los irreflexivos son los que mejor viralizan las mentiras.

La mentira, evolutivamente ha tenido un papel, quizá crucial, en el desarrollo de la sociedad sapiens. Hemos mentido desde siempre para que aumentara la cohesión del grupo al que pertenecíamos y para que se hiciera más grande y poderoso, y nos agrupabamos, igual que ahora, porque la cooperación aportaba seguridad; que era un factor indispensable para la supervivencia; a la que nos aferramos incluso inconscientemente. La mentira se ha cronificado en nuestra sociedad y compite contra la razón, la reflexión y la inteligencia, lo que arrojaría, como resultado de esta ecuación, que mienten los irracionales, irreflexivos e ignorantes, pero vemos a menudo que no es así. Entonces cabe preguntarse ¿quién, siendo razonable, reflexivo e inteligente es capaz de mentir en cuestiones que a todos nos afectan, sobre todo ahora que nos encontramos inmersos en una devastadora pandemia y una barahunda informativa en la que debería primar un solo objetivo común?

Por un lado, están los indolentes codiciosos amorales sin escrúpulos, que llamar la atención pública con mentiras en tiempos de sufrimiento para atraer fácilmente a confiados compradores sensibles, hacia productos milagrosos y rentables o, hacia una página de internet con pseudoinformación para acribillarlo a publicidad remunerada.

También en el campo de la política hay, quienes conscientes de fomentar la mentira, de su poder mediático y aun siendo personas razonables, reflexivas o inteligentes, en contra del lógico entender, buscan desestabilizar al gobierno para derrocarlo y ponerse en su lugar. Esto ocurre porque cada uno se cree más listo y más guapo de lo que realmente es, además de ansiar el poder en sí y el de controlar la gestión política (la mala gestión) hacia el beneficio de sus propios intereses o los de los suyos y despreciando, dicho sea de paso, la esencia democrática de un Estado. Este grupo consigue con poderosas mentiras proyectadas con nocturnidad y alevosía, que los pobres justifiquen el capitalismo, los pensionistas miren bien a quienes recortan y privatizan las pensiones, consiguen que los parados nieguen la necesidad de una renta vital, que los enfermos de hepatitis C aplaudan el acelerador lineal de electrones de Amancio Ortega (perdón, pero tengo fijación con el marketing de los fanfarrones) que los trabajadores defiendan la facilidad de despido y el trabajo precario que permite la última reforma laboral.

Los que anteponen la riqueza a la salud, lo material a lo humano y lo personal a lo común son capaces de mentir, exagerar, deformar la verdad y tergiversar los datos como herramienta democrática.

Estos días más que nunca, no doy abasto para desmentir todos los bulos que pasan por mis ojos en las redes sociales, pero lo que más me toca las narices es constatar cómo se propagan; cómo amigos y conocidos, que yo hacía con dos dedos de frente, caen en las redes de la mentira y las difunden de forma irresponsable, y sin vergüenza.

Programas informáticos que se hacen pasar por humanos conocidos como Bot (aféresis de robot) o un ejército de anónimos troles (del noruego troll, ogro) para difundir con más rapidez mentiras y convertirlas en trending topic (tendencia, o tema del momento, en internet); prensa comprada; falsedades vomitadas por los políticos para proporcionan titulares dañinos que persisten incluso tras su desmentido; ridiculización de nimiedades para socavar la simpatía del adversario político que ahora no toca; vigas en el ojo ajeno, documentación falsificada; datos descontextualizados; mentiras, mentiras y más mentiras en un momento que debería ser de apoyo apolítico y colaborativo que se ha convertido, con una clara vocación desestabilizadora, en una escandalosa bazofia de información egoísta.  

El mercado de la oferta y la demanda nos hace ver como normal que los países pujen por comprar el mejor lote de productos sanitarios con urgencia, los más ricos se llevan la mejor tajada sin miramiento hacia los menos ricos. Dividimos a la unión europea, mermamos las relaciones internacionales y los propios gobiernos dividen a su pueblo con tintes de normalidad, en lugar de buscar la cooperación y el reparto equitativo de material en función de las necesidades de cada comunidad y no del ansia del falso patriotismo inhumano de “primero los de casa”.

La ultraderecha pretende, arrojando mentiras de racimo, que crezca el miedo a la indefensión y el caos informativo. Se muestra chula, arrogante y desvergonzada en contra del gobierno, de los datos oficiales, del sentido común y de la evidencia, aprovecha que el gobierno está en otros menesteres, que está de espaldas, para disparar a traición, mientras gobierna de forma técnica y no política esta lucha contra un microbio asesino. La derecha oportunista, con insostenibles mentiras acogidas como verdades por los acríticos, intentan vender un país imposible que promueve los beneficios del aislamiento nacionalista, cuando lo importante es globalizar la salud para que todos estemos protegidos.

La nueva censura, amiga de los hijos del totalitarismo franquista es ahora la saturación de información falsa para diluir la verdad.

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