Se me tirarán al cuello todos los futboleros, muchos deportistas de élite, los deportistas de pacotilla, los fanáticos exaltados, los posesivos, los machistas y los patriotas. Pero quiero, aunque me pese, expresar mi opinión sobre la obcecación y el desatino que produce la competitividad en cualquier aspecto de la vida; –No hay una competitividad sana–.
Desde que nacemos nos incitan a correr más, a ser los primeros en lo que sea, de hecho, nos dicen “A ver quién es el mejor”, “estudia o no llegarás a nada”, “somos la sucursal que más ha facturado en este periodo”… Nos sentimos, porque es algo innato, seres grupales y por eso formamos parte de grupos homogéneos. Somos de un barrio o de un país, miembros de un club, fieles a una religión o seguidores de una marca, y por ello nos vemos en la obligación de mantenerlo y defenderlo fuera del alcance de cualquier reflexión.
Evolutivamente hablando, ser el mejor podía suponer la diferencia entre vivir o morir, y agruparnos era una garantía más de aumentar nuestras posibilidades de sobrevivir siendo mejores que otros. Pero debemos, de una vez por todas, aprender que el intelecto y la razón, que en teoría también han evolucionado, pueden y deben tomar las riendas de los impulsos instintivos que ya no necesitamos de igual manera y dejar de comportarnos como cavernícolas. Cabe pensar que sin ese instinto competitivo se sumiría el mundo en la negligencia absoluta; aparentemente es necesario sobresalir en los negocios para conseguir mayores riquezas, en el aspecto social para atraer a la más envidiada pareja, conseguir poder para sentirse superior; o así lo sugiere el modelo capitalista en el que vivimos. La competencia se torna entonces como uno de los más fuertes retos vitales.
Todo esto nos hace creer que el deseo de ganar lo que sea, –dinero, una competición o prestigio– es una característica intrínseca del ser humano a la que no debemos oponer resistencia. Algunas relaciones culturales hacen que confundamos la esencia de la competición con otros argumentos que se usan para blanquear su incoherencia. En el deporte se asocia a la salubridad para justificarla, en los negocios con combatir el fracaso, en las religiones como solución al miedo de la muerte eterna, pero no nos paramos a profundizar en el significado de competir por todo sin aderezos.
Así vemos cómo los partidarios de un equipo enloquecen de alegría sin reparar en el sufrimiento de los perdedores. Los patriotas anteponen los símbolos, la ideología de su grupo y su bienestar al del resto de humanos y las religiones se creen en posesión de la verdad relegando otras creencias. Nos encerramos en grupos condicionando nuestra propia capacidad de reflexión, normalizando acciones inhumanas. Debería, el hambre, la propia satisfacción por el trabajo bien hecho, la colaboración y el altruismo, ser suficiente recompensa para el ego y así construir una sociedad más justa, porque competir no nos permite ser empáticos, nos resta inteligencia y humanidad; cuando uno gana otro pierde, cuando uno se enriquece otros empobrecen, cuando muchos no reflexionan todos nos quedamos lastrados. Sería más honesto que nos sintiéramos pertenecientes a un solo grupo más grande y único; al grupo de seres humanos o al de seres vivos.